El papel de la Universidad Católica en la formación
para un futuro lleno de esperanza
Congreso Internacional HOPE 25 , Sevilla
El Rev. Padre Benjamin Aguirre Barba ha letto il discurso escrito por Sua Eminencia, el Cardenal José Tolentino de Mendonça, que no pudo estar presente naquel dia.
EL PAPEL DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA EN LA FORMACIÓN PARA UN FUTURO LLENO DE ESPERANZA
Congreso Internacional HOPE 25
“La Universidad Jesuita en el siglo XXI: un proyecto de esperanza para el mundo”
Sevilla, España, 4 de junio de 2025
- Muy ilustre Dr. D. Fabio Gómez-Estern Aguilar, Rector de la Universidad Loyola.
- Respetable D. Francisco Rodríguez, Alcalde de Dos Hermanas.
- Excelentísimo Monseñor D. Ramón Valdivia, Obispo auxiliar de Sevilla.
- Muy estimada Dña. Lorena Garrido Serrano, Vice-consejera de Universidad, Investigación e Innovación.
Excelencias Reverendísimas; distinguidas Autoridades académicas y civiles; apreciables Rectores y Representantes de las diferentes instituciones y asociaciones religiosas, educativas y culturales; estimados profesores e investigadores; muy queridos todos.
Es para mí un honor y motivo de gran alegría poder dirigirles mis palabras en la inauguración de este Congreso Internacional, y al saludarles muy cordialmente, deseo expresarles también mi gratitud y mi reconocimiento por el trabajo que realizan, con empeño y dedicación, en el ámbito de la educación.
Con la intención primera de que mis palabras sirvan de aliento y puedan contribuir a encender aún más en ustedes la llama de la esperanza durante los trabajos de este Congreso, quisiera iniciar mi conferencia citando el mensaje que el Santo Padre León XIV pronunció hace pocos días en la Basílica de San Juan de Letrán, en la celebración de su toma de posesión como nuevo Obispo de Roma. Dijo el Papa: «Vivamos nuestra fe, especialmente durante este Año Jubilar, buscando la esperanza; pero tratando de ser nosotros mismos un testimonio que ofrezca esperanza al mundo. [Esto nos pide el Señor:] vivir nuestra fe, sentir en nuestro corazón que […] está presente y saber que Él siempre nos acompaña en nuestro camino»[1].
1. La universidad católica: comunidad de discípulos
Normalmente, una universidad, sea estatal o privada, viene considerada como una comunidad académica. Nuestros documentos magisteriales han, del mismo modo, reafirmado esta concepción. Basta leer con detenimiento los innumerables escritos de los Pontífices para corroborar que el binomio comunidad-academia, está íntimamente ligado a la naturaleza de la universidad.
Sin embargo, a mi modo de ver, una universidad, y más aún la católica o de inspiración cristiana, es también una comunidad de discípulos. De hecho, la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiæ de San Juan Pablo II, en 1990, define a los docentes de una universidad como aquellos que «están llamados a ser testigos y educadores de una auténtica vida cristiana, que manifieste la lograda integración entre fe y cultura, entre competencia profesional y sabiduría cristiana»[2]. Nuestros profesores son considerados discípulos, al igual que los estudiantes, quienes, según la mencionada Constitución, son y han de ser «líderes calificados y testigos de Cristo en los lugares que deberán desarrollar su labor»[3].
En este sentido me pregunto: ¿nuestro profesor universitario o nuestro estudiante está llamado a vivir la experiencia del discipulado sin dejar de ser académico? ¿Cómo conjugar hoy ciencia académica y fe personal? Una pregunta semejante se la hizo, según lo recuerda San Juan Pablo II, en su encíclica Fides et ratio, un padre de la Iglesia: Tertuliano. Él, en su obra De praescriptione haereticorum, se preguntaba: «¿Qué tienen en común Atenas y Jerusalén? ¿La Academia y la Iglesia?». La respuesta que nos ofrece el Pontífice en la encíclica podría darnos luces a las cuestiones que nos hemos planteado. En efecto, San Juan Pablo II afirma que ellos [los pensadores cristianos], ante la diatriba entre la filosofía y la fe, no pueden ser considerados «pensadores ingenuos. [Sino que], precisamente porque vivían con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más profundas de la especulación. Por consiguiente, es injusto y reductivo limitar su obra a la sola transposición de las verdades de la fe en categorías filosóficas. Hicieron mucho más. En efecto, fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos»[4].
Por ende, nuestros profesores y estudiantes universitarios están permanentemente invitados por la Iglesia, a colocar en diálogo la ciencia que enseñan y que aprenden, con la fe que profesan y que los hace formar parte de una comunidad. En palabras esenciales, como lo recordó el Papa Francisco: «ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús, y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino»[5]. Y yo añadiría, también en la universidad.
Esto porque «la cultura contemporánea exige un esfuerzo constante de síntesis e integración de los saberes. […] Puesto que, si la especialización no está equilibrada por una reflexión atenta para constatar la articulación de los saberes, se corre un gran riesgo de llegar a una “cultura fragmentada”, que sería de hecho la negación de la verdadera cultura»[6]. Hoy día, nuestras universidades no solo se confrontan con la cultura fragmentada, sino, lo que es peor, cohabitan con una negación de la misma razón. Esto hace más difícil –y constituye un reto– a la hora de propiciar el diálogo insustituible entre la ciencia y la fe. Sobre esta realidad, nos había advertido el Papa Benedicto XVI en su famoso discurso no pronunciado en la Universidad La Sapienza, de Roma. Subrayó el Papa: «Hoy, el peligro del mundo occidental –por hablar sólo de éste– es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último».
En síntesis, concebir la universidad católica como una comunidad de discípulos conlleva una doble tarea. Por una parte, la reivindicación de la razón en todas sus expresiones, y por otra, la manifestación de la fe cristiana en lo que se transmite y enseña. La universidad no puede claudicar en la constante invitación a buscar, una y otra vez, la razón, a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino, estimular la razón a descubrir las útiles luces […] y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro[7].
2. La universidad católica: comunidad animada por el espíritu de Cristo
El número 21 de la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiæ, describe a la universidad católica como una «comunidad auténticamente humana, animada por el espíritu de Cristo. La fuente de su unidad deriva de su común consagración a la verdad, de la idéntica visión de la dignidad humana y, en último análisis, de la persona y del mensaje de Cristo que da a la Institución su carácter distintivo».
Por este motivo, porque de la persona y del mensaje de Cristo deriva su identidad y su misión, y su Espíritu es el que la anima, la universidad católica reconoce la importancia específica de la teología entre las disciplinas académicas que imparte, y por ello, no puede hacer menos que contar, entre sus facultades, con una Facultad o, al menos, una cátedra, dedicada a la enseñanza, la investigación y la reflexión teológica. Como nos lo recuerda la misma Ex corde Ecclesiæ: «La teología desempeña un papel particularmente importante en la búsqueda de una síntesis del saber, como también en el diálogo entre fe y razón. Ella presta, además, una ayuda a todas las otras disciplinas en su búsqueda de significado, no sólo ayudándoles a examinar de qué modo sus descubrimientos influyen sobre las personas y la sociedad, sino dándoles también una perspectiva y una orientación que no están contenidas en sus metodologías»[8].
Aquí radica, pues, la importancia y la necesidad de la teología en el concierto de las disciplinas académicas y en la coreografía de los saberes. Ella, enseñada con fidelidad y apego a la Sagrada Escritura, la Tradición y al Magisterio de la Iglesia, «enriquecerá el sentido de la vida humana y le conferirá una nueva dignidad»[9]. Y con ello, será mayormente posible responder al apelo que San Juan Pablo II hizo en innumerables ocasiones, y que hoy, más que nunca, continúa siendo actual y particularmente urgente. Dijo el Papa: «Es esencial que nos convenzamos de la prioridad de lo ético sobre lo técnico, de la primacía de la persona humana sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia. Solamente así servirá a la causa del hombre, si el saber está unido a la conciencia. Los hombres de ciencia ayudarán realmente a la humanidad sólo si conservan “el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre”»[10].
Convencidos del papel protagónico de la teología en nuestras universidades, cabe preguntarnos sobre la forma de enseñanza de esta ciencia, a aquellos estudiantes y profesores involucrados en el mundo científico y tangible de la sociedad. El reto, por ende, para aquellos profesores de teología es de exponer la ciencia de Dios en un continuo diálogo: abierta, veraz, sin arrogancia y hecha de rodillas. Pues, como lo afirmaba el Papa Francisco en la Constitución Apostólica Veritatis gaudium: «El teólogo que se complace en su pensamiento completo y acabado es un mediocre. El buen teólogo y filósofo tiene un pensamiento abierto, es decir, incompleto, siempre abierto al maius de Dios y de la verdad»[11]. En este sentido, la Veritatis gaudium reclama a los teólogos, y a aquellos que enseñan las ciencias eclesiásticas, a actualizar la pedagogía y a llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas. La teología en las universidades católicas debería observar los cuatro principios básicos descritos en la mencionada Constitución, a saber: la centralidad de la experiencia del kerygma, el diálogo a todos los niveles, la interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad y la urgente necesidad de “crear redes”. A estos, el Papa Francisco añadió, además, el fomento de la cultura del encuentro y la opción por los últimos, así como también, la capacidad de integrar los saberes de la cabeza, el corazón y las manos[12]. Esto es «contribuir al debate actual de “repensar el pensamiento”, mostrándose como un verdadero saber crítico en la medida en que es un saber sapiencial, no abstracto e ideológico, sino espiritual, elaborado de rodillas, preñado de adoración y oración; un saber trascendente y, al mismo tiempo, atento a la voz del pueblo»[13].
No podría concluir este segundo apartado en el que estamos reflexionando sobre la universidad católica como una comunidad animada por el espíritu de Cristo, sin evocar las hermosas palabras que nuestro Papa León XIV pronunció el pasado 18 de mayo, en la misa de inicio de su pontificado, palabras que podrían constituir un nuevo manifiesto para nuestras universidades. Dijo: «Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo, nosotros somos uno. […] juntos, unidos entre nosotros, […] con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz»[14].
3. La universidad católica: distinguida por el amor
En una universidad tenemos la preocupación de ser útiles, útiles naturalmente para servir, servir a las personas, a la sociedad, a la Iglesia. Pero no debemos olvidar que lo que distingue a la universidad, no es ser una fábrica de experiencias, de saberes o de cosas inmediatamente útiles. En pocas palabras, la universidad, especialmente la católica, se distinguirá por la experiencia del amor. El amor a la verdad y a todo aquello que, aparentemente, no nos ofrece retribución alguna, pero que nos abre al don de la gratuidad. No existe gratuidad si no abrazamos también el papel que tiene y que puede ofrecernos lo inútil. No existe gratuidad si solo se piensa en el lucro o en sacar provecho de todo lo que se busca o se hace. Una persona que enseña, que estudia o que investiga solo por un bien inmediato y no por un bien mayor, no cumple con su ser más noble, ni su misión más profunda.
Así pues, ¿por qué es tan importante la inutilidad? Es importante porque significa escapar de la dictadura de los fines que acaban distrayéndonos de vivir auténticamente. La inutilidad es vivir cerca del ser. Ella nos da acceso a la polifonía de la vida, en su variedad, sus contrastes, su densa realidad. La polifonía de la vida es su totalidad, su globalidad. Renunciar a la exclusividad de lo útil para abrazar lo inútil nos abre a ello.
Jesús es el Maestro de lo inútil. Cuando leemos los Evangelios desde esta perspectiva, encontramos el diseño continuo en sus palabras. Él llevó a todos a convertir los obstáculos en una apertura fundamental a una vida conforme al propio ser. Resulta interesante que la palabra «inútil» aparece en los Evangelios bajo el contexto de una parábola. Las parábolas pretenden establecer la perplejidad y la crisis. Precisamente porque representan un rasgo simbólico que, a través del cambio de perspectiva, nos mostrará no la lógica del mundo, no nuestra lógica, sino la lógica del Reino de Dios. La palabra «inútil», de la cual hablamos, aparece en el capítulo 17 del Evangelio de San Lucas (Lc 17,7-10), donde Jesús, luego de presentar la relación patrón-siervo, afirma: «Somos siervos inútiles, no hemos hecho más que lo que debíamos hacer».
Lo más importante de esta parábola es que el siervo es inútil porque está libre de una finalidad inmediata: servir al patrón a cambio de algún tipo de recompensa. Los siervos inútiles viven de la gran meta, la meta fundamental que es su propio ser. Y no buscan satisfacción, gratitud o alabanza, sino que se dan cuenta de lo que son, en el mismo acto de servir. Es interesante que la teología de esta parábola esté muy cerca de lo que podemos leer en autores de la tradición judía. Cito: «No seáis como esos siervos que sirven a su señor con la intención de recibir una recompensa, sino sed como los que sirven a su señor sin esa intención». O lo que dice el rabino Jochanam bem Zakkai: «Si habéis cumplido bien la Ley, no os envanezcáis, pues para eso habéis sido creados». La inutilidad de la que habla aquí Jesús tiene un sentido distinto y positivo: la inutilidad es esa capacidad de vivir lo que uno es, sin esperar esos endulzantes o esas metas más inmediatas y espectaculares, que muchas veces nos distraen de vivir desde nuestra condición fundamental.
Pero, quizás alguno de ustedes se estará preguntando: ¿Qué relación existe entre lo que acabo de exponer y este Congreso? La universidad católica como realidad nacida del corazón de la Iglesia, está llamada a amar conservando, custodiando y transmitiendo los saberes que conducen al hombre hacia Dios y que, al mismo tiempo, lo ennoblecen. Saberes que tratan y estudian la polifonía de la vida, en su variedad y sus contrastes. Pero, más en particular, aquellos saberes que hoy, bajo criterios pragmáticos o financieros, son considerados “inútiles”, con poco o nulo beneficio y, por tanto, saberes prescindibles, descartables. Sin embargo, son precisamente estos saberes los que, como lo hemos mencionado, en su “inutilidad”, en su no retribución o alabanza, nos ayudan a escapar del yugo de los fines, permitiéndonos vivir más auténticamente, más cerca del ser, desarrollando la capacidad de disfrutar lo que uno es, sin esperar metas más inmediatas y espectaculares que tantas veces nos distraen de vivir y gozar desde nuestra condición fundamental.
Por ello, el Papa León XIII, al inicio del siglo, en su Alocución Tempestium quoddam, al hablar de la grande alegría que experimentaba por la apertura de nuevas universidades, declaró inmediatamente al principio de su discurso: «En ellas [las universidades], será considerado como ley inviolable el propósito de combinar la seguridad de la fe con la finura de la doctrina, y de educar […] en las artes nobles no menos que en la religión»[15]. Esas artes nobles, que en su tiempo se llamaban así porque se consideraban más elevadas y se relacionaban con el estudio intelectual y la reflexión, preparando a la persona para una vida de sabiduría y virtud, eran, entre otras, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, la danza, la literatura. La universidad católica está llamada, pues, a distinguirse por el amor a todos los saberes, en particular, a aquellos que llevan al hombre a vivir –como el siervo inútil de la parábola– de la gran meta, la meta fundamental: su propio ser. Hoy, en el mundo académico, para muchos, por desgracia, son consideradas inútiles la filosofía, la lógica, la historia, la retórica, las lenguas clásicas, entre otras. Corresponde a nosotros revalorizarlas y actualizarlas al pensamiento de las generaciones actuales.
Otro aspecto que ha de distinguir a la universidad católica es su amor por los más necesitados, tantas veces, considerados como descartables, inútiles. Una de las dificultades del momento actual es que nuestras sociedades se parecen más a la heterogeneidad de un mosaico disparejo que a una imagen armoniosa y unitaria. El Papa Francisco, dirigiéndose a los participantes en el Congreso mundial sobre la educación, organizado por la entonces Congregación para la educación católica, recordó la responsabilidad que las universidades católicas tienen con el pacto educativo. Cuando las universidades reproducen acríticamente las asimetrías del mundo en el que se encuentran (ya sean económicas, sociales o de otro tipo), cuando las universidades no se comprometen a transformar su contexto respondiendo positivamente, por ejemplo, al derecho universal a la educación, sino que se aferran a un modelo educativo demasiado selectivo y elitista, se fomenta la crisis. «Es verdad –dijo el Papa– que no sólo se han roto los lazos educativos, sino que la educación se ha vuelto demasiado selectiva y elitista. Parece que sólo los pueblos o las personas con un determinado nivel o capacidad tienen derecho a la educación […] Esta es una realidad mundial que nos avergüenza. Es una realidad que nos lleva a la selectividad humana, y en lugar de acercar a los pueblos, los aleja; aleja también a los ricos de los pobres; aleja a una cultura de otra»[16].
Resulta, pues, necesario preguntarnos qué hacen realmente nuestras universidades para responder a las grandes interrogantes humanas y a la emergencia que vivimos. Una amenaza para las universidades es el estancamiento. Convertirse en corporaciones pesadas y defensivas en relación con la evaluación y la crítica, instituciones que operan con un retraso histórico en relación con los debates de la época más decisivos. En otras palabras, convertirse más en lugares de auto preservación, que de innovación, de investigación. Y, sin embargo, la misión de la universidad, y más de la universidad católica, es también ser un laboratorio para el futuro. ¿Cuál es realmente el ADN de nuestras universidades? No nos basta con ser una buena universidad, con competir en los rankings y obtener buenas calificaciones de las agencias de evaluación. Eso es fundamental, por supuesto, pero tenemos que tener el valor de reconocer que no es suficiente. La finalidad de nuestras universidades, como deja claro el Concilio Vaticano II en la Declaración Gravissimum educationis, es garantizar que se haga «como pública, estable y universal la presencia del pensamiento cristiano en el empeño de promover la cultura superior y que los alumnos de estos institutos se formen hombres prestigiosos por su doctrina, preparados para el desempeño de las funciones más importantes en la sociedad y testigos de la fe en el mundo»[17].
Para concluir, quisiera únicamente enfatizar que nuestras universidades deben, con creatividad, mostrar al mundo la riqueza de la catolicidad con su antropología y su cuidado por el ser humano y el entorno. Ellas ha de ser un gran laboratorio para el diálogo, también para el diálogo con Cristo. Un diálogo que necesita de profesores, y estudiantes, pero, más aún, de testigos. Sin embargo, conviene estar atentos pues no se trata de hacer proselitismo, como lo advirtió recientemente el Papa León: «El adoctrinamiento es inmoral, impide el juicio crítico, atenta a la sagrada libertad de la propia conciencia –aunque sea errónea– y se cierra a nuevas reflexiones porque rechaza el movimiento, el cambio o la evolución de las ideas. [Se trata de] acercarnos a las situaciones y, antes aún, a las personas. Además, […] a formular un juicio prudente frente a los desafíos. La seriedad, el rigor y la serenidad son lo que debemos aprender de toda doctrina»[18].
¡Muchas gracias!
José Tolentino Card. de Mendonça
Prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación
[1] Cf. León XIV, Palabras del Santo Padre con ocasión de la Celebración eucarística y Toma de posesión en la Cathera Romana del Obispo de Roma, 2025.
[2] Juan Pablo II, Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiæ, n. 22.
[3] Ibid, n. 23.
[4] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 41.
[5] Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, n. 127.
[6] Cf. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, 1992, n. 3.
[7] Cf. Benedicto XVI, Discurso preparado por el Santo Padre para el encuentro con la Universidad de Roma “La Sapienza”, 2008.
[8] n. 19.
[9] Juan Pablo II, Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiæ, n. 20.
[10] Juan Pablo II, Discurso a la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura – UNESCO, n. 22; Cf. Redemptor hominis, n. 16; Cf. Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 1979, n. 4.
[11] Francisco, Constitución Apostólica Veritatis gaudium, n. 3.
[12] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Postsinodal Christus vivit, 2019, n. 222.
[13] Francisco, Motu Proprio Ad theologiam promovendam, 2023, n. 7.
[14] León XIV, Homilía con motivo del inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma, 2025.
[15] Cf. León XIII, Alocución Tempestium quoddam, 1889.
[16] Francisco, Discurso a los participantes en el Congreso mundial promovido por la Congregación para la Educación Católica, 2015.
[17] n. 10.
[18] León XIV, Discurso a los miembros de la Fundación Centesimus Annus pro Pontifice, 2025.